Pensar en escribir acerca de la maternidad es pensar en las mujeres indígenas y negras, que nos recuerdan la soberanía sobre nuestro cuerpo a través de saberes milenarios de partería que nos fueron arrebatados;
las mujeres que han sido madres por obligación, para la sanación de aquellas heridas que han quedado abiertas; las mujeres que han sido madres por decisión, para que sigan haciendo de la maternidad un lugar para cuestionar; las que han criado en solitario, porque a sus compañeros sí se les permitió abortar la crianza; las niñas que nunca deben ser madres; las mujeres que han abortado; las mujeres “cuerpos nulíparos” que no han parido aún y las que no tienen intención de hacerlo, pero han vivido la mirada prejuiciosa de la sociedad; las mujeres atravesadas por las intersecciones de género, raza, clase social, edad, nacionalidad y sobre quienes ha recaído el cuidado no remunerado o en condiciones precarias al asumir procesos de crianza de otras; las mujeres trans, y a todas las mujeres que desde la multiplicidad se enuncian y subvierten los cánones establecidos en un sistema patriarcal.
Ilustración por Andrea Zuñiga
La maternidad es un lugar espinoso de tensiones, conflictos y luchas. Ni las mujeres que, sin contemplarlo alguna vez dentro de su proyecto de vida, terminaron asumiendo este rol ni las mujeres que lo han decidido de manera consciente han estado exentas de lidiar con los dilemas, miedos y frustraciones que genera el hecho de criar. Por supuesto, tampoco se puede obviar a las mujeres que han decidido no ser madres —cuerpos que se han resistido a parir— ni a las mujeres que han querido ser madres pero no pueden, sobre quienes recaen los estereotipos y la violencia de una sociedad machista y misógina como la nuestra.
De este modo, en las próximas líneas me propongo esbozar una serie de reflexiones, que en su primer momento plantean la discusión entre naturaleza y cultura, es decir, cómo la maternidad se convierte en un mandato social a partir de la posibilidad biológica de las mujeres para gestar. Un segundo momento aborda algunos de los imaginarios que se han construido frente a la maternidad, con decisiva influencia de la tradición judeo-cristiana y su arquetipo de mujer. Y, por último, el tercer momento acude al diálogo desde el movimiento feminista y su relación con el cuidado.
De acuerdo con lo anterior, adentrarse en las comprensiones frente a la maternidad es encontrar su raíz imbricada en el sistema sexo/género, es decir, el binomio mujer/maternidad. El reconocimiento en tanto bio-mujer (tener útero y vulva), sobre el cual se ha construido el género (este último entendido como una construcción social y cultural que reúne comportamientos, actitudes y roles, asumidos en función del sexo biológico), equivale a asociar el hecho de ser mujer con su rol de madre.
No obstante, el sistema sexo/género devela rupturas y tensiones que no pueden restringirse a la determinación mujer/maternidad. En medio de las estructuras sociales emergen formas de apropiación y subjetivación que hacen apertura a otras comprensiones y lugares para entender y ser mujer. En otras palabras, no todas las mujeres tienen que ser madres ni todas las mujeres son madres biológicas: algunas llevan a cabo procesos de adopción y/o procesos de crianza de otras sin que que esto implique la necesidad de tener útero y vulva para poder maternar; por ejemplo, es el caso de algunas mujeres trans que desean ser madres. En suma, el sistema sexo/género no es más que la separación entre naturaleza y cultura, entre mujer y maternidad.
Lo anterior pareciera una discusión ya superada, pues hacía parte de las primeras vindicaciones en las agendas de los movimientos feministas, que en consignas como “No se nace mujer, se llega a serlo”, de Simone de Beauvoir, expresaban cómo la biología es una condición necesaria, pero no suficiente y determinante de lo que significa ser mujer. Por el contrario, son la sociedad, la red de significados de la cultura y el ejercicio de relaciones de poder lo que van configurando esos sentidos de ser mujer. Para el caso de la historia de las mujeres, esto ha estado enmarcado dentro de sistemas rígidos y homogenizantes. También es una frase potente porque permite entender cómo en los intersticios de esas estructuras rígidas existen otras posibilidades.
Así, tanto ser mujer como la maternidad son construcciones sociales y culturales. Sin embargo, la maternidad sigue considerándose como un mandato, un deber ser, un lugar de destino de todas las mujeres. Si bien esta encuentra su lugar en el sistema sexo/género, asociándose a la posibilidad de un cuerpo para gestar, la profundidad de sus imaginarios puede hallarse mucho antes, en la tradición judeo-cristiana, ese lugar de origen donde se empezó a configurar la maternidad.
Desde esta tradición, una de las mujeres que más se resalta es la virgen María y, con ella, se funda el principal mito frente a la maternidad: la culpabilización de la sexualidad de las mujeres, a través de la exaltación de una maternidad provocada por obra y gracia del espíritu santo. Es decir, lo que se enaltece de la virgen María es su posibilidad de ser madre sin tener relaciones sexuales, sumado a su rol de mujer abnegada y sumisa. Este mito fundacional nos acompaña hasta nuestros días desde diversos sentidos, por supuesto, pero con la intención intacta.
Siendo así, históricamente la sexualidad de las mujeres ha sido lugar de represiones, miedos, culpas y no olvidemos que hace algunos años estaba restringida únicamente al ámbito de la procreación. Esto, por supuesto, tiene fuertes resonancias si lo leemos en clave de la maternidad. Basta con analizar algunos de los comentarios que se vieron en redes sociales a propósito del 28 de septiembre, Día de Acción Global por la Despenalización del Aborto. Comentarios como : “¿quién las manda a ser calenturrientas?”, “¿por qué no lo pensaron antes de tener sexo?”, “por tu putería no tiene que pagar una criatura inocente”, entre otros, que no visibilizan más que dos ideas fundamentales que se encuentran en un mismo punto y que de fondo permiten entrever los discursos de oposición frente al aborto.
Por un lado, lo que se reprueba es el hecho de pensar en que las mujeres disfrutan plenamente de su sexualidad. Y, por otro lado, la imposibilidad de pensar a la mujer fuera de la maternidad. Es decir, lo que se desprecia en realidad es que las mujeres asuman su sexualidad desde el goce y el placer y, con ello, se desliguen del carácter de la reproducción, rompiendo el binomio mujer/maternidad. Ahí está el imaginario de la virgen María maternando, sin relaciones sexuales. Resulta pertinente resaltar que esta es solo una arista de la discusión frente a la interrupción voluntaria del embarazo, pues sus argumentos a favor son mucho más amplios, pero no serán objeto de esta columna.
Ahora bien, retomemos otra de las representaciones de mujeres que, desde esta corriente religiosa, se ha configurado como un arquetipo: Eva. Con ella, se desprende otro mito frente a la maternidad, que también está relacionado con la culpa y el castigo: el dolor del parto. Recordemos que en Génesis, cuando Eva desobedece, el castigo que Dios le impone es parir con dolor; esto ha tenido un eco increíble en la maternidad hasta nuestros días. Desmitificar la idea de que el parto tiene que doler lleva a visibilizar buena parte de la violencia obstétrica (ejercida por el personal de salud sobre el cuerpo y los procesos reproductivos de las mujeres, que abarcan desde tratos deshumanizantes, hasta negligencia en procedimientos o abuso de medicalización). Esta es una de las violencias contra las mujeres gestantes más naturalizadas y silenciadas, pues está cubierta por la institucionalización del saber médico.
Entonces, se encuentra, por ejemplo, que una de las formas en que se violenta a las mujeres en el proceso de parto es a través del lenguaje. Expresiones como “ cuando lo estaba haciendo si no le dolió”, “¿quién la mandó?, ahora aguántese”, etc., son expresiones que claramente nos remiten al mismo punto: si hay algo que esta sociedad no perdona a las mujeres es la soberanía sobre el propio cuerpo y, con ello, el disfrute de su sexualidad. Aquí, el parto se asocia al dolor y el dolor es la redención de las mujeres por el ejercicio de su sexualidad.
En oposición a esta creencia, existió una mujer rescatada desde la tradición judía que, desde ese lugar de origen, va a poner en tensión el binomio mujer/maternidad desde la desobediencia, la rebeldía y la libertad. Esta mujer fue Lilith, quien es reconocida como la primera compañera de Adán, mucho antes de Eva. Lilith fue exiliada del Edén al negarse a tener relaciones sexuales con Adán debajo de él, pues lo consideraba una posición de sumisión. Así, una vez Lilith es expulsada, desde esta mitología se dice que en las noches poseía a varios hombres, teniendo relaciones sexuales con ellos y, posteriormente, mataba a sus crías, comiéndoselas. De este modo, vemos cómo una de las tantas lecturas que se puede hacer de Lilith es su resistencia a maternar.
Hasta aquí se han abordado algunos de los imaginarios presentes en la tradición judeo-cristiana frente a la maternidad. Ahora, abordemos la discusión latente dentro del movimiento feminista, que precisamente empieza por desnaturalizar la maternidad y cuestionar sus imaginaros. En este orden de ideas, el movimiento feminista, que en sus inicios empieza por visibilizar las relaciones de desigualdad existente entre hombres y mujeres en la sociedad, va a problematizar la maternidad, no solo desde ese lugar de “deber ser” de todas las mujeres, sino también desde la perpetuación de las desigualdades de género. Estos ideales restringían el rol de la mujer únicamente al ámbito dosméstico, es decir, a las labores asociadas al cuidado y al mantenimiento del hogar. Mientras sus parejas trabajaban y recibían remuneración, las mujeres estaban en el hogar con fuertes cargas, pero sin remuneración, lo que fortalecía las relaciones de codependencia económicas y emocionales con sus parejas.
Entonces, cuando las mujeres se rebelan contra el mandato social de la maternidad, comprenden que existen otras posibilidades de ser mujer. En algunos casos, comienzan a transitar y ocupar el escenario público con la posibilidad de estudiar y trabajar. Así, los primeros activismos de las feministas frente a la maternidad fueron necesarios e importantes porque desnaturalizaron la maternidad de su lugar instintivo y de mandato social, posibilitaron pensar en la autonomía y libertad de las mujeres desde su propio cuerpo y, lo más fundamental, revelaron que las desigualdades entre hombres y mujeres estaban perfectamente orquestadas en la sociedad.
Sin embargo, hay que reconocer que esta postura frente a la maternidad, también ha configurado un escenario de negatividad frente ella. Dicho de otro modo, para algunas feministas es impensable la maternidad como una opción dentro de la trayectoria de vida de las mujeres. El llamado al movimiento feminista busca continuar problematizando la maternidad. Por un lado, se apunta a la comprensión de la soberanía sobre el propio cuerpo, como la capacidad de decidir ser o no madre, ambas como posibilidades dentro de la sociedad; por otro lado, se pretende demostrar que las luchas y reivindicaciones del feminismo no solo contemplan a las mujeres que han decidido no maternar, como una opción política, sino que además hacen propias las condiciones tan desiguales en las cuales las mujeres actualmente son madres, en su tránsito entre lo doméstico y lo público. Lo anterior, por supuesto, pasa por repensar las ideas ancladas a la feminización del cuidado dentro de la maternidad, posicionándolo desde la perspectiva feminista.
De este modo, enfocarnos en la perpectiva feminista y del cuidado desde la maternidad visibiliza algunas ideas claves. La primera es la reivindicación de la maternidad desde el deseo y la decisión, idea que acompaña también la lucha por el aborto, porque se entiende que la discusión de fondo es la soberanía sobre el propio cuerpo. Es imprescindible que la maternidad sea una decisión, porque cuidar de otra vida implica priorizar el autocuidado. Por ello, la maternidad no debe someter a las mujeres, ni alienar su vida, sus sueños, sus realizaciones; cuidar del otro/otra no puede estar en detrimento del autocuidado. Hablar del autocuidado en las mujeres que maternan implica romper con el discurso de la maternidad perfecta, sacrificada y abnegada, que ha calado tan profundamente en la sociedad.
Lo segundo es que si bien en tiempos actuales las mujeres maternan, estudian, son profesionales, trabajan y se dedican a las labores domésticas (todo esto al mismo tiempo), esto no es necesariamente normal ni deseable. Esta idea, en palabras de la feminista Ester Vivas, obedece al mito de la superwoman: mujeres que pueden con todo. Pero lo cuestionable de ello no es precisamente que las mujeres puedan con todo, sino el costo de lo que ello implica. El sistema opera de tal forma que las seduce, las empodera y las obliga a ser superwoman, cuando es el propio sistema el que no les ofrece unas condiciones dignas y de paridad que posibiliten el tránsito en tantas actividades. Entonces, ¿cuál es la carga emocional de ser una superwoman?, ¿quién cuida a quienes cuidan de sus hijos/hijas?, ¿cuántas mujeres, en su intento por ser superwoman, se sienten frustradas porque en algunos momentos constatan que no pueden con todo? En este punto podríamos preguntarnos: ¿por qué habrían de poder con todo?
Por otro lado, el tercer punto de las maternidades desde la perspectiva del cuidado conlleva a pensar en lo potente que es la construcción de redes entre mujeres, para compartir experiencias, construir, cuestionar, aprender, desaprender, así como hacer experiencia de sí y de las propias emociones, pensamientos y sentires durante la maternidad. Encontrar que la experiencia propia también hace parte de la experiencia de otra es fundamental, necesario y sanador. La sororidad termina siendo un acto de autocuidado y cuidado de otras que también maternan: permite sentirse acompañada y sostenida emocional y mentalmente.
El cuarto elemento para reflexionar frente a las maternidades conlleva a pensar en la importancia de un Sistema Distrital de Cuidado que, en el caso de Bogotá, está avanzado significativamente en los últimos tiempos. Dicho sistema es imprescindible porque existen barreras sociales, culturales y económicas que no permiten que las mujeres puedan transitar entre la esfera pública y privada, es decir, maternar y trabajar o estudiar, sin que recaigan en desigualdades considerables. De esta forma, el sistema de cuidado permite la redistribución de las labores domésticas entre hombres y mujeres y, con ello, también se rompe el imaginario de que las mujeres son las únicas que pueden o que deben cuidar de sus hijas e hijos.
En este punto, el llamado es a pensar el lugar que los hombres tienen dentro del cuidado y los procesos de crianza, así como a imaginar una paternidad que se asuma desde la afectividad y el cuidado. El acompañamiento de los hombres en los procesos de crianza no pueden seguirse entendiendo como una ayuda, sino como una corresponsabilidad.
A su vez, el sistema de cuidado también ubica el foco de atención en la raíz del problema: la precarización del trabajo del cuidado a cargo de otras mujeres. En otras palabras, resulta fundamental pensar que el cuidado de los hijos o hijas muchas veces termina siendo asumido por mujeres atravesadas por intersecciones de edad, género, raza y clase social. Así, en este problema estructural las propias mujeres prolongan las desigualdades con otras mujeres mayores, en condiciones de pobreza, migrantes, mujeres racializadas, entre otras. Este no debe ser un problema secundario dentro del movimiento feminista.
En suma, esta reflexión posibilitó reconocer cómo se naturaliza la maternidad, no solamente desde unas condiciones biológicas del cuerpo de las mujeres, sino además desde unos imaginarios que habitan nuestra cultura y que terminan haciendo parte de comportamientos y actitudes que las personas normalizan o asumen. También visibilizó la doble vinculación frente a la maternidad: por un lado, existe un discurso que continúa fomentando la maternidad como “deber ser de todas las mujeres” y, por otro, una vez las mujeres son madres, se encuentran con unas condiciones precarias, hostiles, violentas, desiguales e insostenibles en términos de acceso y permanencia en escenarios laborales y académicos, posibilidades de ascenso, mejores condiciones laborales, entre otros. Por ello, el llamado es evidentemente a pensar el problema desde su raíz y estructura.
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